Después de recibir el anuncio del ángel, María se puso en camino y se fue sin demora a un pueblo de las montañas de Judea. Al entrar en la casa de Zacarías, saludó a Isabel. Y apenas oyó Isabel el saludo de María, se estremeció la criatura que llevaba Isabel en el vientre, y ella se llenó del Espíritu Santo y exclamó en voz alta: “¡Bendita eres entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!
¿Cómo es posible que la madre de mi Señor venga a visitarme? Mira: apenas llegaron a mis oídos tus palabras de saludo, la criatura que llevo en el vientre se estremeció de alegría. ¡Dichosa eres tú, que creíste que se cumpliría lo que el Señor te anunció!”. María exclamó: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hizo proezas con su brazo: dispersó a los soberbios de corazón, derribó del trono a los poderosos y enalteció a los humildes, a los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió vacíos. Auxilió a Israel, su siervo, –como lo había prometido a nuestros padres–, acordándose de su misericordia en favor de Abrahán y su descendencia por siempre”. María permaneció con Isabel como unos tres meses y luego regresó a su casa.
Palabra del Señor.
Reflexión
Siempre escuchamos la homilía de este día cuando estamos en la celebración eucarística; escuchamos el relato bíblico y siempre nuestra mirada va enfocada a nuestra Madre. Yo creo que para nosotros la solemnidad de este día es como la continuación de la Pascua, de la resurrección, de la Ascensión del Señor; y es al mismo tiempo el signo en la fuente de la esperanza de la vida eterna, de la resurrección futura.
Por eso, a la luz de este signo basta enunciar el Apocalipsis de San Juan en el capítulo 12:1: “Y fue vista en el cielo una señal grande: una mujer envuelta en el sol y la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas”. Y ciertamente, aunque nuestra vida sobre la Tierra se desarrolle, como constantemente en la tensión de esa lucha entre el dragón y la mujer de la que habla el Apocalipsis; aunque estemos diariamente sometidos a la lucha entre el bien y el mal, en la que participamos desde el pecado original.
Aunque esa lucha adquiera a veces formas espantosas, peligrosas, ese signo de la esperanza permanece; se renueva constantemente en la fe de la Iglesia. Y esta festividad del día de hoy nos permite mirar ese signo; y tener confianza, tener alegría, nos permite esperar ese signo de victoria, de no sucumbir en definitiva al mal y al pecado en espera del día en que todo será cumplido por aquel que trajo la victoria sobre la muerte, el Hijo de María. Entonces, el le entregará a Dios Padre el Reino cuando haya sido destruído todo principado, toda potestad y todo poder; y pondrá a todos los enemigos bajo sus pies y va a aniquilar como último enemigo, -y eso lo leemos en la Carta a los Corintios, capítulo 15:25- la muerte.
Quiero invitarte a participar con alegría en la Eucaristía de hoy. Y acordémonos de esas palabras que el Señor nos dice: “el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo le resucitaré”. Así que, en el día de hoy veremos la Iglesia que se alimenta del cuerpo de Señor. María, auxilio de los cristianos, ruega por nosotros. La bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre ti y te acompañe siempre. Un abrazo fuerte, feliz día.