María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: “Mujer, ¿por qué lloras?”. María respondió: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”. Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo”. Jesús le dijo: “¡María!”.
Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: “¡Raboní!”, es decir “¡Maestro!”. Jesús le dijo: “No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: ‘Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes'”. María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras.
Qué hermoso, hoy contemplar este relato, de esta mujer: María la Magdalena, la primera que vio, la primera que contempló al Señor resucitado. Hay un escrito de Martín Descalzo y me gustaría compartirlo en esta oportunidad contigo. Dice Martín Descalzo que “…la primera estación de este camino de la luz le toco vivirla a María Magdalena, apasionante personaje a quien le amó con todo su corazón de mujer. Por eso, tras la muerte del Maestro amado, andaba como muerta. Había perdido su razón de vivir. Se la había perdonado mucho porque había amado mucho y ahora —muerto Él— ya no sabía que hacer con su amor y con su vida. Por eso caminaba como enloquecida por los caminos. Por eso, cuando supo que el sepulcro estaba vacío, no pudo esperar.
Pero María, que tal vez ha seguido de lejos a los dos apóstoles, no se resigna. No le basta la tumba vacía. Le busca a Él. Aún no le imagina resucitado. Pero necesita su cuerpo muerto, que es ya lo único que le queda en el mundo… y gira en torno al jardín en que le han enterrado. María más bien una mujer atontada, golpeada por la desgracia tan fuertemente que de su cabeza solo salen ingenuidades. Cuando los discípulos se van, ella se obstina en quedarse allí, pero no porque espere algo concreto, sino por simple desconcierto. No se queda ni dentro, ni fuera de la tumba, no busca, no indaga. Llora, como una pobre mujer que no sabe ni lo que dice ni lo que hace. Su cabeza esta vacía de tanto llorar. No ve o ve sin ver.
Jesús se deja conocer entonces. Y tampoco ahora Juan usa el melodrama. Pone en labios del Resucitado algo tan simple como un nombre familiar dicho de un determinado modo. Y basta ese nombre para penetrar las tinieblas que rodean a la mujer. Desaparecen miedos y temores y se abre paso una fe esplendorosa. Ahora sí siente María que caen todas las barreras. Se arroja a los pies de Jesús como hiciera en el convite en casa de Simón y comienza a besar y abrazar sus pies descalzos. No dice frases solemnes, sólo el dulce y respetuoso título de «Maestro». Luego, la mujer se convierte en mensajero de lo que ha visto. No dice simplemente que Él ha resucitado. Cuenta que le ha visto y trasmite fielmente y sin exaltaciones su mensaje para los apóstoles...".
Hasta aquí el texto de Martín Descalzo. Es precioso, ¿verdad?, cuántas lágrimas, cuántos miedos cuántos dolores, cuántas cobardías, cuánto frío en el corazón y todo eso nos impide experimentar, escuchar y anunciar al resucitado. ¿Cuántas veces nos cuesta encontrar al resucitado en los dolores y las lágrimas de los demás? ¿cuánto nos cuesta encontrar al Señor resucitado en medio de la pandemia, de la enfermedad, de la muerte. Danos Señor, un corazón apasionado por Ti, como el de María. Susurra, di nuestro nombre de nuevo para que nuestra vida estalle de vida resucitada y nunca deje de anunciarte. María, auxilio de los cristianos ruega por nosotros. La bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre ti y te acompañe siempre. Un bonito día, un abrazo fuerte.